por Juan Carlos Pisano
Los cristianos tenemos vocación de resucitados
La persona que está leyendo estas páginas y suele leer estos artículos en la revista Gottau, ya sabe que habitualmente dedico mis comentarios al tema central que está presente en varios lugares de nuestra publicación. Pero en esta oportunidad me encontré con un pequeño problema que espero haber resuelto adecuadamente. El problema en cuestión es que la temática central que se aborda desde diversos enfoques es, sin duda, la vocación; y, asimismo, el tiempo litúrgico de estos días, la Pascua, se impone por sobre cualquier otro tema ya que estamos hablando de lo central de nuestra fe.
La forma en que se me ocurrió resolverlo es encarando la reflexión desde la pers-pectiva que anuncia el título: “vocación de resucitados”. Obsérvese que la idea no es hablar de Jesús, el protagonista de la Pascua, sino hubiera escrito “vocación de resucitado”, en singular, para referirme al llamado que escuchó el Señor –y que, desde luego, siguió con fidelidad– y explicar algunas cosas al respecto. Elegí escribir “vocación de resucitados”, con “s” final, para construir un plural donde estamos incluidos todos, varones y mujeres, que fuimos redimidos por el paso de la muerte a la vida.
Así es que, al menos en este caso, la palabra vocación no alude a los que siguieron o siguen el camino de la vida consagrada sino a las personas que quieren vivir a fondo su fe, incluidos los que eligieron la vida consagrada. Porque vivir a fondo la fe implica asumir que fuimos llamados a vivir como resucitados.
Vayamos de a un paso por vez. Vocación, ya fue dicho centenares de miles de veces refiere a un llamado. Voz que llama y oído que escucha. Aunque parezca una perogrullada hay que señalarlo, puesto que puede haber una voz que llama y si no hay alguien que escucha, el llamado se convierte en una palabra lanzada al vacío que ni siquiera encuentra donde rebotar para producir, aunque sea un eco. ¿Entonces? ¿Se puede afirmar tan rotundamente que las personas tenemos vocación de resucitados? Si, sin ninguna duda, porque el buen Dios nos creó por amor para invitarnos –llamarnos– a vivir de una manera especial. Resucitadamente; como resucitados.
¿De dónde salió ese término “resucitadamente”? Salió del intento de decir que no podemos vivir como “muertos” porque Jesús ya venció a la muerte. Y tampoco, es decir, simplemente, que estamos vivos; vivir como resucitados es mucho más, porque implica haber pasado por la muerte y haber vuelto a vivir. Y eso se traduce en la vida de una forma bien concreta cuando somos conscientes de las debilidades, las carencias y los pocos recursos con que contamos si nos encerramos en nosotros mismos, y la importancia de haber sido redimidos por Jesús, naciendo a la vida nueva después de haber muerto a lo que pudiera desviarnos de su amor.
Haber resucitado no es sólo estar vivo. Es haber pasado por la muerte y haber salido de ella. La persona que tiene alguna experiencia cercana a la muerte y después sigue viviendo, no mira la vida de la misma manera. Cambia la mirada y cambian las actitudes. Quien ha pasado cerca del umbral de la muerte, si tiene la posibilidad de seguir viviendo, enfoca las cosas de otra forma. La experiencia de la muerte y de volver a la vida ayuda a ubicar las cosas donde corresponde; es decir, a otorgar el valor que verdaderamente tiene cada una y así, se relativizan algunos elementos que en lo cotidiano alteran el humor, el comportamiento y las reacciones pero, desde la perspectiva del resucitado se ven diferente.
Claro que no todos han vivido de cerca esa experiencia y tampoco es indispensable haberlo pasado para poder comprender.
Cierta vez, dialogando con un grupo de adolescentes acerca de la Pascua, deslicé la expresión tan común que enuncia que fuimos salvados por Jesús. Una joven me replicó de inmediato preguntándome de qué nos había salvado. Me sorprendió. ¿Cómo de qué? Nos salvó del error, del pecado, de la esclavitud de las cosas, de… ¿Y porqué nos tenía que salvar de eso?, insistió. Y agregó: yo no siento que me haya salvado de nada.
Se me ocurrió, entonces, poner el ejemplo de una persona que se acalambra mientras se encuentra nadando en el mar a varios metros de la playa. Pide ayuda y el guardavidas se lanza al rescate. O, muchas veces, ni hace falta que pida ayuda porque el guardavidas se da cuenta solo de que debe salir al rescate.
La piba, lejos de comprender que así nos salvó Jesús, me dijo que una persona acalambrada en el mar se da cuenta de que necesita salvación, pero una persona que está en el error, en el pecado o en la esclavitud de algo, no siempre se da cuenta de que necesita salvación. Y agregó: “Si yo hubiera tenido conciencia de que estaba mal, quizás ahora también sería conciente de que Jesús me salvó; pero, de todos modos, me habrá salvado como usted dice, pero yo sigo en la esclavitud de muchas cosas y no sé si en el pecado y en el error”.
¡Qué difícil que resulta comprender estas cuestiones! Es más, si no fuera por la fe, muchos tampoco entenderían el misterio de la salvación por sólo tratar de razonarlo. Por eso, urge que insistamos en que es necesitamos darnos cuenta de que tenemos vocación de resucitados. Estamos llamados a vivir como resucitados y a comportarnos de manera consecuente con ello. Seamos conscientes de nuestra vocación.
Fuimos llamados por Dios a la vida; fuimos llamados por la comunidad a ser Iglesia. Cada uno y cada una según su estado –soltero, casado, consagrado– y con el oficio o profesión que descubrió para compartir sus talentos. El llamado está hecho, falta nuestra respuesta.