por Juan Carlos Pisano

Para vivir intensamente el tiempo pascual

Cada año revivimos las fiestas importantes de nuestra fe y, también cada año seguimos haciendo reflexiones similares para tratar de ahondar el mensaje de Jesús del evangelio. No está mal, porque siempre nos falta “algo” para alcanzar los propósitos deseados o para terminar de corregir alguna actitud que nos hemos propuesto mejorar. Sin embargo, también es importante buscar nuevos aspectos para reflexionar y, así, tratar de descubrir otros caminos que nos ayuden a crecer.

Como este ejemplar de la Revista Gottau llegará a sus manos poco antes de la Pascua y está llamado para que los acompañe durante un tiempo, deseo ofrecer algunas reflexiones que resulten útiles y apropiadas para este tiempo central de la celebración de nuestra fe.

El sentido de la redención
Nuestra fe tiene un fundamento muy sólido en la redención. Si por el hombre entró el pecado en el mundo, también por el hombre tenía que entrar la salvación. No es un concepto sencillo de explicar y, por eso, cuando debo presentar esta idea a los adolescentes, en la catequesis, trato de llevarlo a un terreno cotidiano que le permita entender a los chicos y a las chicas.

Les digo que se imaginen una situación familiar en la que uno de los hijos tiene una actitud verdaderamente mala y, como consecuencia de eso, el papá le dice que, para reparar el daño que ha hecho va a tener que quedarse todo el fin de semana en la casa, sin salir.

Paralelamente, otro hermano, de conducta impecable, tenía planificado participar en un campeonato de fútbol intercolegial y contaba con él para un puesto clave como es el del arquero. Por lo tanto, se presentó ante el padre y le pidió que perdonara a su hermano (que lo “redimiera” de tener que quedarse en la casa el fin de semana) para permitirle formar el equipo completo y poder disfrutar de la gran fiesta intercolegial. Sacó la cara por su hermano que se había distanciado del amor del padre; pidió que, por sus méritos, su hermano fuera perdonado.

Desde luego que la comparación no es “muy teológica”, pero permite que se hagan una idea del porqué de la encarnación. Y si me preguntan por qué no nos redimió desde los cielos, refuerzo la idea contando el cuento “Los gansos y la tormenta”.

Cierta noche, en la que un granjero estaba tomando unos mates junto a la ventana, se desató una tormenta de grandes proporciones.

Al cabo de un rato, escuchó un golpe, como si algo hubiera dado en la puerta de madera; se asomó un poco pero sólo podía ver a unos cuantos metros de distancia. Apenas empezó a amainar la lluvia se animó a salir para averiguar qué había golpeado la puerta. Y vio una bandada de gansos salvajes dando vueltas sin rumbo fijo, desorientados con la tormenta. El granjero sintió lástima de los gansos y quiso ayudarlos. Sería ideal que entraran al granero, ahí estarían a salvo y sin frío.

Se dirigió al establo, abrió las puertas de par en par, y esperó que las aves entraran a refugiarse. Pero no lo hicieron; seguían revoloteando sin darse cuenta de que el granero era un lugar seguro. El hombre intentó llamar su atención pero sólo logró asustarlos y que se alejaran más.
Entró en su casa y regresó con unos panes. Fue esparciéndolo indicando el camino hasta el establo, pero los gansos no entendieron.

Luego corrió hacia ellos tratando de empujarlos hacia el granero y lo único que consiguió fue hacer que se dispersaran en todas direcciones menos hacia allí.

¿Porque no me siguen? ¿No son capa-ces de ver que es el único lugar donde podrán sobrevivir a esta tormenta?

Nunca van a prestarle atención a un ser humano; si yo fuera uno de ellos entonces si podría salvarlos. Entonces, se le ocurrió una idea: entró al granero y tomó un ganso doméstico de su propiedad y lo llevó en brazos hasta donde estaban los gansos salvajes y lo soltó.
Su ganso voló entre los demás y después fue hacia el establo. Entró y detrás de él, una a una, las aves también fueron entrando hasta que todas estuvieron a salvo.

El campesino cerró las puertas y se quedó pensando por unos momentos mientras las palabras que el mismo había pronunciado aún resonaban en su cabeza: "Si yo fuera uno de ellos ¡entonces sí que podría salvarlos!"

Eso mismo hizo Dios. Nosotros éramos como esos gansos, estábamos ciegos, perdidos y a punto de perecer. Dios se volvió como nosotros a fin de enseñarnos el camino para salvarnos.

Es importante que pensemos estas cosas desde una perspectiva simple para que la historia de Jesús nos “suene” más cercana y se nos facilite la comprensión. La encarnación y la vida de Jesús no es una mitología sino que responde a una lógica que resulta coherente y alcance de todos.

Una catequesis de la resurrección
Incorporar en la vida la idea de la resurrección de Jesús es central para que la vida cristiana no sea sólo “seguir una religión” sino, verdaderamente, adoptar un estilo de vida.

El conocido texto de los discípulos de Emaús, que relata el encuentro de estos discípulos con Jesús resucitado, es un excelente itinerario para ver si nos identificamos con alguno de los pasos de este proceso de comunicación entre los hombres y el misterio de la resurrección.

Lucas 24, 13-35
Ese mismo día, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido.

Cada uno de nosotros marcha hacia algún lugar, con alguna meta; cada uno tiene su propio Emaús. Quizás alejándose de Jerusalén, la ciudad madre y, muy probablemente con-versando acerca del sentido de la vi-da. Haciéndolo en forma explícita cuando nos preguntamos de dónde venimos, hacia dónde vamos, para qué vivimos o no, conversando de superficialidades pero que, en realidad, nunca alcanzan a ocultar los interrogantes vitales que todos tenemos.

¿Sabemos hacia dónde va nuestro caminar? ¿Tenemos claro hacia dónde se dirige nuestra marcha? ¿Nos hemos planteado metas y objetivos a alcanzar? Si nos desanimamos por algún motivo, ¿abandonamos “Jerusalén” y dejamos atrás lo que antes creíamos?

Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran.

Jesús se acerca; a las conversaciones, a las discusiones, a las actividades, al trabajo, al descanso, a la desocupación, al dolor, al bienestar… Se acerca. Y se pone a caminar al lado del hombre: aunque haya algo que impida reconocerlo. Algo, cualquier cosa, pero que actúa como un velo que impide ver. Quizás la educación recibida, quizás la situación de indigencia, quizás la misma naturaleza humana que, en muchas oportunidades, es esquiva a descubrir lo trascendente.

El hombre tiene algo en sus ojos que le impide encontrarse lisa y llanamente con Dios. El egoísmo, las preocupaciones materiales, la tendencia hacia la superstición y a lo mágico para encontrar respuestas fáciles…

¿Somos capaces de ver a Jesús caminando a nuestro lado? Si algo nos impide verlo ¿sabemos qué es lo que no nos permite estar junto a él?

Él les dijo: «¿Qué comentaban por el camino?».

La palabra de Jesús nos interpela; pero no como esas palabras inquisidoras que pretenden indagarnos para ponernos en un aprieto. El camina a nuestro lado y pregunta porque se interesa en nosotros. Quiere saber cuáles son nuestras preocupaciones, nuestros intereses y nuestras búsquedas. Quiere saber por qué estamos como estamos y qué nos mueve a ser como somos. Y quiere saber si nosotros lo sabemos; porque se puede vivir “dejándose llevar” o con conciencia de cómo se va llevando la vida.
Jesús pregunta. El hombre responde. A veces no se responde porque no se escucha la pregunta. A veces el hombre ni se imagina que hay un Dios preocupado e interesado en saber lo que “comentamos por el camino”. Al responder, el hombre empieza a “poner en orden” sus cosas y su pensamiento y puede ser capaz de enfrentar el futuro de una manera diferente.

¿Podemos expresar “qué venimos conversando” por el camino de la vi-da? ¿Sabemos cuáles son nuestras preocupaciones más profundas?

Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: «¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!».

El hombre supone que Dios “tiene que saber” lo que le preocupa. Como los discípulos de Emaús lo suponen de ese forastero que se les acercó. ¿Qué le pasa a ése que no sabe o no se imagina de qué estaban con-versando? Jesús lo sabía, pero no quiere intervenir “desde afuera”; quiere que ellos se lo digan porque es una forma más de que sean plenamente concientes de lo que les ocurre. Y Dios también quiere que le respondamos acerca de lo que nos pasa; aunque él lo sepa. Porque Dios puede saber lo que ocurre en el fon-do de nuestro corazón, pero si nosotros no somos capaces de expresarlo y de planteárselo, toda acción de Dios puede parecer inútil para el hombre.

Dios sabe, por ejemplo, que necesitamos paz y armonía familiar pero si lo que nosotros pensamos es que necesitamos dinero y bienestar, la respuesta va a ser como la de Cleofás: ¿acaso ignorás lo que está pasando? Necesito un buen pasar, necesito dinero, necesito pagar mis deudas… Una respuesta despechada que, en realidad, oculta lo que verdaderamente necesitamos y no vemos.

¿Cómo es nuestra actitud ante Dios cuando las cosas no salen como nosotros queremos? Los discípulos estaban apesadumbrados porque se “les había venido el mundo abajo” y por eso se indignan ante un forastero que “no sabe” lo que ocurrió en esos días…

«¿Qué cosa?», les preguntó. Ellos respondieron: «Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y, al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron».

Evidentemente no eran pocas las expectativas de los discípulos ante la propuesta de Jesús, pero ante el primer inconveniente (ellos no habían sido aún testigos de la resurrección), se vuelven a su pueblo dejando atrás lo que los había movilizado hasta ese momento. Incluso habiendo testigos de que no estaba más en el sepulcro, pero, claro, lo decían unas mujeres…

En algunas oportunidades, los hombres experimentamos algo similar a lo que nuestra este párrafo; en un primer momento se ponen gran cantidad de expectativas en la fe o en la vida de la comunidad y, ante el primer contratiempo o cuando las cosas no salen como uno quisiera, se tira todo por la borda y se abandona, con desilusión, el proyecto.

Jesús les dijo: «¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías so-portara esos sufrimientos para entrar en su gloria?». Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en las Escrituras lo que se refería a él.

Cuando se impone la desilusión, es el momento de volver el rostro a Jesús y escucharlo. Volver la mirada a Jesús e interpretar la historia de la salvación teniendo en cuenta las enseñanzas recibidas para comprender lo que significa la fe en la vida. Pero no es cuestión de reactualizar viejos esquemas sino, justamente, de renovarse en serio y captar el mensaje del evangelio en su dimensión más amplia. No atarse a nada y decidirse a abrazar una forma de vida que esté verdaderamente impregnada por la resurrección.

Cuando llegaron cerca del pueblo a donde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba». Él entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: «¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?».

Este párrafo es un momento clave en el relato. Jesús provoca en los discípulos el deseo de que se quede con ellos. Todavía no lo habían reconocido pero haber escuchado su palabra y la forma en que les explicó las escrituras los mueve a pedirle que se quede con ellos. Una vez compartiendo la cena y cuando Jesús parte el pan, lo reconocen y se dan cuenta que su corazón ardía de una manera especial cuando estaban con él.

En la vida cotidiana se puede comparar cuando las personas intuimos el amor de Jesús y, aunque aún no se ha adoptado un compromiso definitivo, está el deseo de que Jesús “se quede”, que permanezca al lado. Y así, en el compartir, todo aquello que impedía reconocer a Jesús desaparece y sobreviene la iluminación. Los ojos pueden reconocer al resucitado. Y la vida cambia…

¿Hemos experimentado, alguna vez, ese impacto de reconocimiento de Jesús resucitado? ¿Somos capaces de compartir desinteresadamente, como lo hace Jesús al partir el pan, y, entonces, encontrarnos verdaderamente con él?

En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos, y estos les dijeron: «Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!». Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

El regreso a Jerusalén es una consecuencia inmediata de haber reconocido a Jesús resucitado. No importa que ya se haya hecho de noche; tampoco importa que el camino sea malo o el temor lógico a las fieras o los ladrones; la prioridad era dar testimonio de la resurrección. Un encuentro tan fuerte no puede ni guardarse ni postergarse. Los discípulos no dicen que van a descansar y cumplir con la misión de avisar a la mañana siguiente. Se levantan de la mesa y emprenden el camino de regreso. Se convierten en discípulos misioneros. Ellos mismos se convirtieron en portadores de la mejor de las noticias.

Quiera Dios que en esta Pascua experimentemos “algo” de lo mucho que experimentaron los discípulos de Emaús. Vivir intensamente cada momento de la Semana Santa predispone a dar el paso-pascua de manera auténtica.

Jesús ya hizo su parte; ahora, lo que sigue, depende de nosotros.